Una puerta abierta es una invitación a la vez que es una oportunidad. La puerta al cielo no es una religión ni se llega por las buenas obras, sino que Jesús dijo: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo” (Juan 10:9). Si aún no es salvo, no espere que esa puerta se cierre y, “estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois” (Lucas 13:25).
Este himno fue escrito por Lydia Baxter, quien nació en Petesburg, Nueva York, el 2 de septiembre de 1809. Fue una mujer con discapacidad física por muchos años, sin embargo, su interés en el evangelio le llegó a escribir varios himnos, el más popular de estos es “Allí la puerta abierta está”, el cual escribió unos tres años antes de su muerte en el año 1874.
No solamente la historia detrás de los himnos puede sernos de ánimo, sino también historias de quienes han sido impactados por los himnos. Este es uno de esos casos, donde la historia que narraremos es de alguien que fue impactada por este himno.
Durante los años de 1873 y 1874 este himno fue usado mucho en Gran Bretaña en las campañas evangelísticas del predicador D. L. Moody e Ira D. Sankey. Cuando se encontraban en la ciudad de Edimburgo, una joven mujer estaba presente, Maggie Lindsay, de Aberdeen, Escocia, la cual quedó muy impresionada por la letra del himno. Los que estaban sentados cerca de ella le escucharon decir: “Oh, Padre celestial, ¿es verdad que la puerta está abierta para mí? Si es así, yo entraré”.
Aquella noche ella recibió a Cristo como Salvador. Tal era su gozo, que no podía guardarlo para ella sola, así que muy contenta compartió la noticia con otras compañeras de escuela, quienes también, como ella, llegaron a los pies del Salvador por salvación.
Menos de un mes después, el 28 de enero de 1874, Maggie partió en tren hacia su tierra natal en Escocia. El tren donde ella iba colisionó fuertemente con otro tren de carga. Varios pasajeros murieron en el accidente, y Maggie fue encontrada dentro muy mal herida y sangrando.
En su mano tenía la copia de un pequeño himnario abierto. En la página, manchada de sangre, estaba el himno:
Allí la puerta abierta está,
su luz es refulgente;
la cruz fulgura más allá,
señal de amor ferviente.
¡Oh cuánto me amas, Cristo, así
que te entregaste Tú por mí!
Por mí, por mí,
y quiero entrar por Ti.
Y los que buscan salvación,
la entrada franca tienen.
No hay pobres, ricos, ni nación
para los que a ella vienen.
Estuvo agonizando por varios días en los cuales sólo se le escuchó pronunciar débilmente las palabras “Por mí, por mí, y quiero entrar por Ti”.
Pocos días después, Maggie pasó a la presencia del Señor, con gozo en su corazón, sabiendo que:
Pasado el río más allá,
en la feraz pradera,
la paga de la cruz está:
eterna primavera.
Fuente:
My life and the story of the Gospel Hymns and Sacred Songs, por Ira. D. Sankey
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